viernes, 5 de agosto de 2011

15

Haedo, Castelar, por ahí.


Eramos 15, número impar porque al dueño de casa se le permitía estar solo. Ser solo.


Hacía frío afuera y adentro el tiro balanceado me ahogaba y me aplastaba.


Alguien organizó un círculo.


Todos sentados en sillitas de madera y un maso de cartas que iba pasándose de mano en mano.


Había que confesar un deseo o sacarse una prenda. Había que besar al de la izquierda o sacarse la ropa. Había que gemir delante de todos o desnudarse. No era solo el tiro balanceado lo que aplastaba.


Salí de ahí. En la cocina estaban Mónica y José, el dueño de casa.


Hablamos del frío, de los hijos, de las reuniones que hacían hace años.




Hay veces que con desaparecer no alcanza, habría que morir.




Me aburrí. Fui al living otra vez.


Muchos ya estaban desnudos, abrazados con otros, enroscados. Con esa impostura de la naturalidad que no es.


Algunas mujeres se besaban entre ellas. Los hombres no, nunca.


Una chica de pelo negro, lacio, se me acercó. Me besó. Cerré los ojos, me dejé.


Me gusta pensar que no soy. ¿Cual es la diferencia?




Un hombre se acercó a nosotras. Creo que era su marido, que tenían tres hijos, que eran abogados. Creo.


Los tres en un sillón, tocándonos, chupándonos.


No se cuanto tiempo pasó, unos quince minutos, unas dos horas.


Ella se fue, él me cogió. Ella volvió.


Los dejé.




Caminé un rato por la casa. Los grupos se apiñaba en los rincones como los animales, escondiéndose, protegiendose.


Escuchaba gritos, finales de palabras, susurros.




El número 15 me buscó. El número 15 me llevó a una cama, me besó. El número 15 cerró mis ojos con sus manos y se acostó sobre mí para meterme la pija.


El número 15 acabó.




-Gracias por venir- Me dijo.